Para el puto uno de mayo. Reformistas y gobierno; el zapato y su horma.
Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole.
En vez de reaccionar contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los
moralistas, han sacro-santificado el trabajo. Hombres ciegos y de limitada inteligencia han querido ser más sabios que su Dios; hombres débiles y despreciables, han querido rehabilitar lo que su Dios había maldecido. Yo, que afirmo no ser cristiano, ni economista, ni moralista, apelo a lo que en su juicio
hay del de Dios; a los sermones de su moral religiosa, económica, librepensadora, a las espantosas consecuencia del trabajo en la sociedad capitalista.
En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica. Comparad los purasangre de los establos de los Rothschild5, servidos por una legión de bímanos, con las pesadas bestias normandas, que aran la tierra, acarrean el abono y transportan la cosecha a los graneros. Mirad al noble salvaje que los misioneros del comercio y comerciantes de la religión no han corrompido aún con sus doctrinas, la sífilis y el dogma del trabajo, y mírese a continuación a nuestros miserables sirvientes de las máquinas.
Cuando en nuestra Europa civilizada se quiere encontrar un rastro de la belleza nativa del hombre preciso ir a buscarlo en las naciones donde los prejuicios económicos no han desarraigado aún el odio al trabajo. España, que, ¡ay!, también va degenerando, puede aún vanagloriarse de poseer menos fabricas que nosotros prisiones y cuarteles; pero el artista goza al admirar al audaz andaluz, moreno como las castañas, derecho y flexible como un tronco de acero; y nuestro corazón se estremece oyendo al mendigo, soberbiamente arropado en su capa agujereada, tratando de amigo7 a los duques de Osuna.
Para el español, en quien el animal primitivo no está atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes8. Al igual que los griegos de la gran época que no tenían más que desprecio por el trabajo: solamente a los esclavos les estaba permitido trabajar; el hombre libre no conocía más que los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia. Fue aquel el tiempo de un Aristóteles, de un Fidias, de un Aristófanes; el tiempo en que un puñado de bravos destruía en Maratón las hordas del Asia, que Alejandro conquistaría rápidamente.
Los filósofos de la Antigüedad enseñaban el desprecio al trabajo, esta degradación del hombre libre; los poetas cantaban la pereza, ese regalo de los dioses: O Melibae, Deus nobis hoec otia fecit9. Cristo, en su sermón de la montaña, predicó la pereza...
...¿Cuáles son, en cambio, las razas para quienes el trabajo es una necesidad orgánica? Los auverneses en Francia; los escoceses, esos auverneses de las islas británicas; los gallegos, esos auverneses de España; los pomerianos, esos auverneses de Alemania; los chinos, esos auverneses de Asia. En nuestra sociedad, ¿cuáles son las clases que aman el trabajo por el trabajo? Los campesinos propietarios, los pequeños burgueses, quienes, curvados los unos sobre sus tierras, sepultados los otros en sus negocios, se mueven como el topo en la galería subterránea, sin enderezarse nunca más para contemplar a su gusto la naturaleza. Y también el proletariado, la gran clase de los productores de todos los países, la clase que, emancipándose, emancipará a la humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre; también el proletariado, traicionando sus instintos e ignorando su misión histórica, se ha dejado pervertir por el dogma del trabajo...
Duro y terrible ha sido su castigo. Todas las miserias individuales y sociales son el fruto de su pasión por el trabajo.
«Cuanto más trabajen mis pueblos, menos vicios tendrán —escribía
Napoleón desde Orterode—.Yo soy la autoridad..., y estaría dispuesto a
ordenar que el domingo, pasada la hora del servicio divino, se reabrieran
los negocios y volvieran los obreros a su trabajo.»
Doce horas de trabajo por día; he ahí el ideal de los filántropos y de los moralistas del siglo XVIII... Nuestro siglo —dicen— es el siglo del trabajo. En efecto, es el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción. Y, sin embargo, los filósofos y economistas burgueses, desde el penosamente confuso Augusto Comte hasta el ridículamente claro Leroy- Beaulieu17, los literatos burgueses, desde el charlatanamente romántico Víctor Hugo hasta el ingenuamente grotesco Paul de Kock 18 , todos han entonado cánticos nauseabundos en honor del dios Progreso, el hijo primogénito del Trabajo... Los filántropos llaman bienhechores de la humanidad a los que, para enriquecerse sin trabajar, dan trabajo a los pobres. Más valdría sembrar la peste o envenenar las aguas que erigir una fábrica en medio de una población rural... Sublimes estómagos gargantuescos, ¿qué os ha pasado? Sublimes cerebros que
encerraban todo el pensamiento humano, ¿dónde habéis ido a parar? ¡Cuánto hemos
degenerado y empequeñecido!... Como la clase trabajadora, en su ingenuidad y buena fe, se ha dejado adoctrinar, y se ha arrojado ciegamente, con su impetuosidad nativa, al trabajo y a la abstinencia, la clase capitalista se ve condenada a la pereza y al goce forzado, a la improductividad y al sobreconsumo... La abstinencia, a la cual se condena la clase productora obliga a los burgueses a consagrarse al sobreconsumo de los productos que fabrica desordenadamente... ¡Ah! Como loros de Arcadia repiten la lección de los economistas: «Trabajemos, trabajemos para aumentar la riqueza nacional.» ¡Oh idiotas!
DESCARGAR PARTE DEL TEXTO DE LAFARGUE EN PDF; http://www.elgranerocomun.net/article262.html
Lafargue se despide;
“Sano de cuerpo y espíritu, me doy la muerte antes de que la implacable vejez, que me ha quitado uno tras otro los placeres y los goces de la existencia y me ha despojado de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad, convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás. Muero con la suprema alegría de tener la certeza de que muy pronto triunfará la causa a la que me he entregado desde hace cuarenta y cinco años.”
Stajanov puto idiota...
Y sin que venga a cuento (Un mundo sin trabajo y sin dinero):
Donde pongo el ojo…
Hace 1 día
No hay comentarios:
Publicar un comentario