domingo, 22 de mayo de 2011

Estaría bien, a partir de cierta edad, irse haciendo cada vez más pequeño, año tras año, e ir recorriendo hacia atrás los mismos estadios por los que antaño trepó uno con orgullo. Los honores y dignidades de la edad, con todo, deberían seguir siendo los mismos de hoy, de modo que gente muy menuda, como muchachos de seis u ocho años, serían los más sabios y los de mayor experiencia. Los reyes más viejos serían los más pequeños; sólo habría Papas muy pequeños; los obispos mirarían desde arriba a los cardenales y los cardenales al Papa. No habría ya ningún niño que quisiera llegar a ser una persona mayor. La historia perdería importancia con la edad; uno tendría la impresión de que sucesos ocurridos trescientos años antes habían tenido lugar entre seres parecidos a los insectos, y el pasado tendría, al fin, la suerte de que nadie se fijara en él.

¡Qué inmensamente modestos son los hombres que se proponen tener una sola religión! Yo tengo muchísimas religiones, y aquella a la que las demás se subordinan se va formando únicamente a lo largo de mi vida.
























En las mejores épocas de mi vida pienso siempre que estoy haciendo sitio, haciendo más sitio en mí; ahí quito nieve con la pala, allí levanto un trozo de cielo que se había hundido en ella; hay lagos que sobran, dejo salir el agua - los peces los salvo -; bosques que han crecido ahí, suelto en ellos manadas de monos nuevos; todo está en pleno movimiento, lo único que falta siempre es sitio; jamás pregunto para qué; jamás siento para qué; lo único que tengo que hacer es volver a hacer sitio una y otra vez, más sitio; y mientras pueda hacer esto merezco vivir.

A lo que más nos parecemos es a los bolos. En las familias se nos coloca de pie, aproximadamente nueve. Cortitos, de madera; con los demás bolos no sabemos qué hacer. El golpe que nos va a derribar tiene la trayectoria marcada desde hace tiempo; estúpidamente estamos esperando a ver qué pasa; en el caso de que, al caer, tumbemos al máximo número de bolos que podemos tumbar, el golpe que les transmitimos es el único contacto que nos dignamos concederles en nuestra rápida existencia. Esto significa que nos vuelven a poner de pie. Pero da igual quién sea aquel a quien le ha ocurrido esto; en la nueva vida somos exactamente lo mismo, sólo que entre los nueve, en la familia, hemos cambiado de sitio; incluso esto no ocurre siempre; de madera, estúpidos, volvemos a esperar el viejo golpe.


















Mi deseo más ardiente es ver cómo un ratón se come vivo a un gato. Pero tiene que estar jugando con él el tiempo suficiente.

Habría que educar a los hombres, por medio de una fiesta anual, a soportar que les robaran. No debería haber nada de lo que no pudieran apoderarse los pontífices de esta fiesta, ningún objeto de valor, nada que estuviera cargado de los más sagrados recuerdos. No se podría devolver nunca nada. Las medidas de protección para evitar que estallara esta fiesta deberían estar rigurosamente prohibidas. Tampoco debería estar permitido seguir la pista de los objetos que la gente echara de menos, inquirir sobre su destino y su uso. Solamente a los hombres, tanto a los más viejos como a los más jóvenes, habría que excluirlos como objetos de robo. Tal vez de esta manera recuperarían algo del valor que las cosas les habían quitado. Las lamentaciones de más de un infortunado, después de estas saturnales, puede uno imaginárselas: pero tales lamentaciones se podrían compensar casi usando cada uno generosamente del plazo concedido por esta fiesta. La posesión perdería mucho de su carácter cuasidivino y de su eternidad. Durante el tiempo del año que quedara, el tiempo honrado, el hombre, junto con lo comprado y lo regalado, tendría que soportar en su casa también lo robado, y sólo esto, y nada más que esto, sería sacrosanto, es decir, estaría a resguardo de otros robos en la fiesta siguiente.

Elías Canetti - La provincia del hombre

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