lunes, 4 de enero de 2010




(...) Se hacia algo y se hacia para algo.

Pero llego un momento, en nuestra historia (a la del arte occidental me refiero), y no hace mucho tiempo (poco más de dos siglos), en que la función de ese hacer cambió de signo. En vez de apuntar a un fin externo, para el que la obra había de servir, apuntó a la obra misma. Y a la obra la llamaron “obra de arte”, que viene a significar algo así como “producción producida”. Y de la obra, el interés pasó al hacer mismo y, de ahí, a quien hacía, el artista.

Cuando el arte revirtió en el acto mismo de hacer, sin un algo haciéndose, perdió el soplo, implosionó. “Hacer arte”, además de una solemne redundancia, es la expresión de una voluntad que acaba en sí misma. Hacer por hacer, además de inútil, no produce más que insatisfacción. Pero cuando lo que pretende el artista es mostrarse a sí mismo, lo que ocurre es que la obra, en vez de atraer la atención del receptor (porque en ese transcurso hubo de inventarse la figura de un receptor, un receptor artístico), en vez de atraer, digo, la atención del receptor (espectador u oyente) hacia la obra, la distrae. La obra se convierte en un anuncio de su autor. Esto conlleva un plus de insatisfacción, por supuesto, tanto para el autor como para el receptor, pues ninguno de los dos alcanza el contento que el buen hacer (la buena obra) procura.

La insatisfacción, por supuesto, es una estrategia del imperio. La sociedad de mercado necesita individuos profunda y perpetuamente insatisfechos. Un individuo satisfecho no necesita consumir compulsivamente. Por eso, para mantener el nivel de insatisfacción, se necesitan productos degradados o desvirtuados. Al mercado (el dios de esta época) no le interesan los productos íntegros. Cuando algo así aparece, tiene que degradarlo. Se lo apropia y lo desvirtúa. El kitsch, por eso, es una de las grandes armas del imperio, del paraíso global.

Por eso, a aquella sociedad que, a finales del XIX y a lo largo del XX, construía los cimientos del mercado, le preocupó el doble desplazamiento del interés del arte: de lo que la obra representaba (el paisaje que se muestra a través del cristal de la ventana, para utilizar la conocida metáfora de Ortega) a la obra misma (el cristal de la ventana), y de éste, a quien, situado detrás del cristal, deja de interesarse por él y lo utiliza de espejo. El autor como valor mercante, la autoría como valor: ¡Papa, papa, mira lo que he hecho! (...)


En la traza. Pequeña zoologia poematica (2008)

1 comentario:

Pompeyo dijo...

I can't get no satisfaction.
And I buy. And I buy. And I buy.